El ser humano no puede existir, a lo largo, sin alegría.
“El que no cultiva la alegría, echa a perder su carácter hasta la médula”, dice el Padre Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt.
Una naturaleza humana sin alegría es una naturaleza enferma. San Francisco de Sales decía que “un santo que es triste, es un triste santo”. Y los monjes del siglo IV decían: “Quien es triste está poseído por el diablo”. Y por eso los monjes tristes fueron castigados fuertemente. También el Padre Kentenich dijo: “Quien no le da alegría a los hombres, los empuja en los brazos del diablo”.
Antes de canonizar a alguien, se examina su grado de heroísmo en la alegría: ¿ha tenido una naturaleza alegre? ¿Ha sido un santo alegre?
Si queremos ser verdaderos maestros de la alegría, tenemos que resolver dos tareas:
Primera tarea. Debemos recibir todo lo bueno que Dios nos regala de manera consciente como un don: ¡Fuera con las cosas evidentes! Nada es evidente en este mundo. ¿O es acaso evidente que tengamos pan suficiente para comer? ¿Es evidente que tengamos una casa propia, una familia bien constituida? ¿Es evidente que seamos cristianos, que la Sma Virgen nos haya llamado a esa comunidad, parroquia… donde nos sentimos tan bien? Y así hemos de pensar en todos los regalos que Dios nos concede, cada día de nuevo.
Es cierto que el día está entre dos noches. Y el melancólico, mientras disfruta de las alegrías del día, está recordando las penas de ayer y ya está sufriendo por las de mañana. Porque podríamos pensar también al revés, que la noche está entre dos días. La meta debe ser siempre que lleguemos a ser maestros de la alegría.
Segunda Tarea. Debemos concebir los dones de Dios como un llamado de amor y darle nuestra respuesta de amor: Aconseja el Padre Kentenich que lo hagamos igual que las gallinas. ¿Qué hace la gallina cuando come o bebe?
Baja la cabeza, alza la cabeza, baja la cabeza. Lo mismo tenemos que hacer nosotros: elaborar cada cosa mirando hacia arriba, levantando nuestro corazón hacia Dios.
Modelos. Estoy seguro que todos nosotros quisiéramos conquistar esta actitud de alegría permanente. En eso pueden ayudar los modelos.
El gran maestro de la alegría, es Jesucristo. En sus despedidas les dice a sus apóstoles: “Yo les he dicho todas estas cosas para que participen en mi alegría y sean plenamente felices”.
La otra maestra de la alegría en los Evangelios es la Virgen María. En el Magnificat encontramos una manifestación de su gozo y júbilo interior: “Alaba mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.” Nos muestra cómo debe ser nuestra alegría: nacida del interior. Alegría y admiración por lo que ha hecho Dios en nosotros y a través de nosotros.
Otro maestro de la auténtica alegría fue el Padre Kentenich. Sabemos que su vida fue una continua alegría, porque estaba íntimamente unido a la fuente de ella que es Dios. Tuvo muchos de estos rasgos que ayudan a cultivar la alegría: Era capaz de admirarse, tener respeto y cariño frente a las cosas y especialmente frente a las personas. Sabía gozar con la originalidad de cada persona. Era capaz de hacerse niño con los niños, tonto con los tontos, sabio con los sabios. Gozaba con el más mínimo detalle, con las cosas pequeñas de la vida diaria: sabía descubrir lo bueno, lo positivo, lo gracioso. Sabía también reírse a carcajadas. En una palabra: fue una de las personas que supo encontrarle el sabor verdadero a la vida.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Transmito alegría a los demás?
2. ¿Suelo reírme frecuentemente?
3. ¿Conozco versículos donde se destaca la alegría de Jesús?
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