Es curioso ver que el Reino de Dios es contradictorio a la razón y lógica humana, pues cuando imaginamos una vida tranquila pensamos en un lugar maravilloso con ríos y cascadas, árboles fructíferos, sombra y agua fresca; por lo contrario el desierto como ya sabemos es el lugar en el que es imposible vivir por aquellas características naturales que conocemos.
Lo normal es buscar los mejores lugares, pero me doy cuenta que Jesús nos quiere enseñar un camino diferente.
¿Ya se ha parado a pensar que el lugar que creemos ser ideal fue el escenario para la victoria del mal ante nuestros primeros padres (Génesis 3) mientras que lo que creemos ser un ambiente hostil y perjudicial al ser humano fue escenario para la monumental victoria de Cristo sobre ese mismo mal (Lucas 4, 13)? De hecho, la victoria de Jesús que tiene su culmen en la Cruz ya se manifiesta en las arenas del desierto, un lugar de silencio y al mismo tiempo de escucha de Dios que por la acción de Su Palabra transforma nuestros desiertos interiores en oasis y fuentes de vida.
Al adentrarnos en el Evangelio de Lucas 4, 1-13 veo que muchas veces no encontramos las victorias de Dios por no enfrentar los desafíos de manera correcta intentando solo esquivarlos. Pero Jesús nos muestra tres puntos bien conocidos por nosotros y a los cuales muchas veces dejamos espacio: necesidad de alimentarse que a veces nos lleva al pecado de la gula; la necesidad de tener que nos lleva a pecar de codicia o a comprar compulsivamente; y por último la autosuficiencia. Jesús también nos dejó el Espíritu Santo que es el antídoto necesario y por el cual conseguimos superar nuestras tendencias transformándolas en virtudes.
Recordemos un poco la trayectoria de Jesús que reconoció los designios del Padre y desde pequeño procuró vivirlos (Lucas 2, 46s) después vino en el momento en el que fue bautizado con los otros (Lucas 3,21s) y sólo después fue conducido al desierto. Vemos que nuestra vida es directa o indirectamente conducida de la misma forma aun cuando no queremos reconocer los caminos y nos desviamos pues Dios no desiste de nosotros y así como a Jesús, nos habla y nos trata como a hijos amados. En el día a día cuando experimentamos los desiertos buscamos rápidamente una manera de desviarnos y huir para lo que creemos ser el oasis esperado y ahí somos sorprendidos por la astucia del mal que nos envuelve a partir de la menor brecha.
Una vez más la razón humana es colocada en jaque cuando vemos que de hecho en muchos momentos de nuestra vida Dios escribe recto en renglones torcidos y cuando nos envuelve la tentación de querer hacer creer que el palo que nace torcido muere torcido, es decir, que nuestras limitaciones, flaquezas y tendencias no pueden ser vencidas por nosotros Jesús como en la resurrección entra por la puerta aún cerrada y nos sopla el Espíritu Santo (Jn 20, 19s) que actúa transformando toda aridez en suelo fértil y arado, listo para recibir la semilla nueva que crecerá y producirá frutos en abundancia (Jn 15,16). Ahora ya no es más un lugar ideal, el oasis que buscamos, pero es lo único que puede transformar el desierto de nuestro corazón en fuente de vida y alegría.
En la Palabra de Dios encontramos una guía simple pero eficaz que alimenta nuestra fe y nos indica el recorrido por el cual encontraremos el oasis en medio del desierto. Con todo, corremos el riesgo de caer en el orgullo y creer que ya sabemos el camino al paraíso y conocemos todas las recetas y antídotos contra el veneno del maligno dejando una brecha por donde el mal penetra inflamando nuestra prepotencia, soberbia, orgullo y conduciéndonos al abismo de la autosuficiencia. Aun así, el Señor generoso como siempre permanece fiel hasta el fin (Filipenses 2, 8 ) dejándonos su propia vida como ejemplo a seguir. Es momento de despertar y como dice el evangelio según San Mateo (10,16) necesitamos ser prudentes como las serpientes, pero simples como las palomas en la vivencia de nuestra fe buscando constantemente la santidad, pues, esa es la voluntad de Dios en nosotros (I Tesalonicenses 4, 3).