Comenzamos nuestra experiencia en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu. Que renueve la faz de la Tierra. Oración: Oh Dios, que llenaste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo; concédenos que, guiados por el mismo Espíritu, sintamos con rectitud y gocemos siempre de tu consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Pedimos Señor que esta Palabra se vuelva viva y eficaz en nuestra vida, y no vuelva al Señor sin haber producido en nosotros el efecto.
Palabra: 1 Juan 3, 2
“Queridos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que hemos de ser no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.
Esta Palabra de Juan provoca en nosotros algo extraordinario si realmente nos dejamos alcanzar por ella: un deseo por el día en el que el Señor se manifestará, para ser semejantes a él, para tener un cuerpo glorioso y resucitado, un cuerpo santificado, totalmente nuevo, renovado por el poder de Dios. Lo veremos cara a cara. Si hubiéramos muerto, nuestro fin se abrirá y resucitaremos en un cerrar de ojos, recibiendo este cuerpo transformado. Si estuviéramos vivos, seremos elevados por las nubes, arrebatados, atraídos hacia Jesús, ya con un cuerpo transformado. Esta gracia que Jesús conquistó para nosotros, ya está sellada, confirmada, determinada; pero a su vez, esto dependerá de nuestra colaboración, de nuestra entrega y abandono en el seguimiento del Señor, de nuestra perseverancia, pues “quien persevere hasta el final se salvará”.
Algo de lo que debemos tener conciencia, y creo que todos nosotros la tenemos, es de esta filiación adoptiva que por Cristo hemos recibido: somos hijos de Dios. Ser consciente de esto hace que nuestras vida cambie por entera, pues debemos adecuarnos a vivir según esta condición, pero también influye en nuestra relación con las personas, pues implica que todos los seres humanos son nuestros hermanos, que todos somos hijos de un mismo Padre, por gracia, en Jesús, el Hijo Unigénito. Debemos tratarnos así, como hermanos, con respeto, gentileza, amor, con educación, no tenemos derecho de maltratar ni humillar a nadie.
Esto se refiere también al compartir y a la ayuda mutua. Por esto, en la Iglesia naciente, en la primera comunidad cristiana, en los Hechos de los Apóstoles vemos que ellos tenían todo en común, nadie pasaba necesidad entre ellos, pues vivían como hermanos, tenían conciencia de quienes eran, e impresionaban a los paganos, que decían de ellos: “mirad cómo se aman”. No podemos amar sólo a los que nos aman, o preferir sólo los de nuestro grupo de avivamiento, así como pensar que nuestros hermanos son sólo los cristianos y el resto son nuestros adversarios, al contrario, todos son nuestros hermanos y merecen el amor de Dios.
Tenemos que amarlos, y presentarles al Amor. Pues el día del Señor se aproxima, día decisivo y definitivo, donde Le veremos tal como es Él, en Su belleza esplendorosa, todos Le verán, pero hoy todos los hombres y mujeres de la faz de la tierra ya pueden verlo en nosotros, reflejado en nuestra cara y en nuestras actitudes. Vivamos de acuerdo con la Palabra de Dios y esperemos por este gran día donde el Señor juzgará a los pueblos y a las naciones y donde reinaremos con Él, siendo semejantes a Jesús.
Mortificación: Hacer una obra de misericordia, ir a un necesitado y hacer que por tus gestos de atención, escucha y amor, esta persona se sienta tu hermano muy amado. Comparte también de lo material con quien lo necesite.
Oración y clamor: Señor, qué bueno es ser consciente de las realidades espirituales que orientan mi vida. Es maravilloso, extraordinario, poder entender y asumir que soy hijo de Dios. Esto es algo profundo y provocador, que genera una gran transformación en mi vida y en mi manera de relacionarme con las personas, pues soy consciente de esta verdad de fe: todos son mis hermanos. Soy el guardián de mi hermano, soy responsable de mis hermanos, debo cuidar de aquellos que están cerca y principalmente de los que están necesitados de una palabra, de acogida, de ayuda pero no están tan próximos.
Quiero ser canal de Tu amor infinito para con todas las personas que se me acerquen o con las que entre en contacto. Hazme sensible y comprometido y llévame a las periferias existenciales. Tengo la osadía de hacer un pedido, mi Señor y mi Dios: que ninguno de mis hermanos y de mis hermanas se pierdan, que por Tu Espíritu Santo, consiga llegar hasta ellos y hablarles de Tu amor. Gracias, Jesús, por la visión que me das a través de la palabra de la Carta de San Juan, que me pone en estado constante de expectativa, para experimentar aquello que Tú tienes para mí y que aún no se ha manifestado lo que seré.
Va a ser algo tan grandioso y tan glorioso que siento un temor interior. Sólo te pido una cosa, concédeme la gracia de prepararme para este día grandioso, permite que el Espíritu Santo me modele, me transforme y haga de mi lo que Tú quieras que Él haga. Lo que ya he vivido en mis experiencias personales y comunitarias de oración y de manifestación de Tu gloria, no llega al uno por ciento de lo que manifestarás en ese día grandioso. Ya estoy tomando conciencia de que en el día en que el Señor se manifieste, seré como el Señor, semejante a Ti, Jesús, teniendo la gran gracia de verte con mis propios ojos.
Esta fue la gran certeza de Job, en medio del sufrimiento y de la tribulación que vivía: “después de que me hayan arrancado esta mi piel, yo, ya sin carne, veré a Dios”. Quiero alimentar mi fe con esta certeza que motivaba a Job a permanecer fiel: veré a Dios. Que Tu Espíritu Santo me conduzca siempre más a la perfección y me lleve a poner en práctica todo aquello que hoy estoy asumiendo, soy hijo de Dios, y todos los hombres y mujeres son mis hermanos y hermanas. ¡Gracias Señor! Amén. Aleluya.
(Deja ahora libremente que el Espíritu Santo te lleve a una experiencia de un gran clamor y de toda la revelación que Él tiene para tu vida).